Recientemente Lampedusa se ha convertido en un símbolo de la vergüenza de Europa. La primera parada de un viaje que demasiados no terminan; una isla donde al margen de estas catastróficas circunstancias, la situación de los residentes es precaria ya que los ingresos son escasos , sobre todo en invierno. Pero la realidad aquí es muchísimo más compleja de lo que uno puede vislumbrar en una semana, una realidad llena de secretismo y desinformación donde los barcos militares amparados por la oscuridad de la noche, discretamente transportan cientos de personas cuando nadie mira y los intereses económicos se camuflan bajo pretextos humanitarios y donde la degradación humana choca de frente con la frivolidad del turismo de “souvenir”.

Es descorazonador ser testigo en primera persona como espectador impotente de lo despiadada que es la economía con el ser humano, tanto con los residentes como con las personas que arriesgan su vida, para poder mantenerla lejos de su tierra y el alto precio que pagan a cambio, porque aquí se ve con mucha claridad que el dinero manda y que los que ingresan son capaces de atrocidades para incrementar sus beneficios.

Por otro lado, quién es Europa para decirle a Lampedusa y sus habitantes cómo tiene que tratar una situación que a cualquier país le queda grande o que elija entre su sustento principal, el turismo y la “ayuda humanitaria”; dos palabras que en estos tiempos están adoptando una connotación, que nada tiene que ver con lo humano y que se acerca más a la inmunidad para el tráfico de personas.